una mujer

¿Qué es una mujer?
Me apresuro a decir que todas las respuestas que el género humano ha perseguido por cuantos caminos supo forjarse, llámense metafísica o antropología, psicología o religión, no se enderezan sino a responder esta pregunta. Claro que antes de dar por perdida la batalla, todas y cada una de las ramas del árbol que cobija los saberes y las ignorancias, se pretende encontrar mojones, modestas victorias parciales con tal de ir haciendo tiempo mientras se nos ocurre algo que pueda de una vez convencernos.
Tal vez una parte importante del misterio deje de ser tal cuando se pueda por fin teorizar sólidamente sobre su genitalidad. Burlando la intención de irme por la tangente esotérica, creo que detrás de la nocturnidad que natura le otorgó al órgano genital femenino, hay lo que en algunas religiones se manifiesta como la prohibición de representar a dios. Si así fuera, mejor sería ahorrar las energías que destinamos para develar aquello que otro de raigambre superior ha determinado inconcebible.

un día

Podría fantasear con que quitando una hoja de mi taco calendario puedo acabar con este día que apenas está naciendo, pobrecito, pero carga consigo el mismo nombre que otro que es para mí la mejor definición para la tristeza y no lo quiero, no lo soporto, no tengo el menor deseo de darle una chance, pero no hay caso, ya lo intenté alguna otra vez. Para no dejar nada librado al azar bajé las persianas para que no se filtré un solo rayito de sol y encendí todas las luces de la casa, como quien está en plena noche aguardando a los amigos que pronto vendrán a ponerle carne a la fiesta que pienso dar. Quité la pila a los relojes y di vuelta los espejos con tal de no saber siquiera la hora y evitar ver en mi los rasgos demacrados de la depresión cuando empieza a salir de mí, a emerger, a ebullir. Pero no es eso. No se trata de los instrumentos de medición. Podría cambiar el sentido de las estaciones del año, podría acertarle un cañonazo al sol y sin embargo los días seguirían pasando, febriles, hasta que llegue ése que más que no tiene mejor nombre que el de la pérdida. El cuerpo me lo recordará, el ardor de estómago, un dolor que empieza un poco debajo de la nuca y empieza a subir como anunciando que hay parcelas que la sangre ya no quiere regar, o una patada con el dedo chico del pie al bordecito del ropero en plena noche.

a gatas

No era el cansancio por haberse puesto en cuatro patas para dejar reluciente cada centímetro cuadrado de ese piso de mosaicos que con tanta facilidad volvería a ensuciarse. No era eso, aunque no podía pensar qué fuera lo que lo condenaba a esa economía de movimientos debajo del chorro helado de la ducha, a esa pobre enjabonada que no iría más allá de los refugios estratégicos del sudor de un domingo de verano entregado casi por entero a la restauración de la casa. No era eso pero por la vecindad del dolor se echó a pensar en esa incómoda erupción que le había despuntado cuando adolescente y que desde entonces no había dejado de crecer, echando por tierra la simetría de esos pies tan feos y, a la par, por esos azares que de cuando en cuando le gustaba celebrar, lo hacía buscar con la vista los pies en sandalias de cada mujer con que se cruzaba por la calle, a ver si la belleza cumplía con el mandato que le cabe a las mariposas de posarse en todas las flores, incluso en aquellas a las que nadie les lleva el apunte. Ya en la desmesura la erupción, que ni verruga podía llamarse, no había sitio para la perfecta redondez sino que algo en ella crecía, algo horrible, grano sobre grano, puntas de pretensión aguda sobre ese apéndice desgraciado del segundo dedo del pie derecho. Y al cabo del baño modesto, el reposo en la cama para atraer el pliegue tal vez herido de la infamia a la proximidad de ese par de ojos que no acertaban la causa del dolor, y allí una pequeñísima astilla, una levísima herida excitada por el líquido para lavar los pisos y es cosa de echar los dedos enormes a su captura, quitar con sumo cuidado el resto puntiagudo de vidrio y arrojarlo tan lejos como sea posible. Se detuvo por un segundo y pensó en su infinita fragilidad, en el modo en que temió que tal vez nunca volviese a caminar. Contempló, con algo de pena, su traje de carnaval, y no pudo detener el son de los tambores que repicaban en la calle, quebrando la breve resistencia de las cortinas y encontró en el festejo de otros un consuelo para sí.

duele

Tito y Beba.

Un matrimonio de esos en los que los años caen urgentes sobre la mujer y un día cualquiera, el menos pensado, alguien se arrima y con intención o sin ella mete la pata. Qué sentiría Tito cuando ese alguien lo abordaba en la pizzería para preguntarle por su mamá, cuando ante la duda entre la gente sensata se estila invocar un vínculo indefinido: la señora. Ni tuya ni suya; la, a secas.

Desde luego la falta de hijos lo complica todo y la esposa que supo hacer de su marido una criatura indefensa por todo amenazada, cuando el todo se define por partes sueltas como la tierra que se mete por debajo de la puerta, la esquiva raya de un pantalón o incluso ese mechón que insiste en derramarse a mitad de la frente.

Pero ese destiempo interpuesto entre marido y mujer, ahora madre e hijo, esa ligazón construida sobre la base de un afecto mutuo materializado en las tareas domésticas, en el cuidado de un par de perros dálmatas y en la pelea cotidiana por sacar a flote la pizzería, cambia de lugar las caricias y las pone en el lomo de los perros, muda la esperanza de perdurar a esas cosas que a fuerza de escucharlas y escucharlas, empieza a decir el loro.

Ella fuma mucho. Un poco en casa, otro poco a la hora del té con sus amigas y bastante a escondidas. El sufre cuando la oye toser esa tos que acumuló en el pecho todos estos años pero mucho más por no tener la convicción suficiente para decirle no, Beba, no, mamá, por favor.

Y como el amor se lleva a las patadas con la oportunidad, con la corrección, Tito deja por un momento la muzzarella, la cuchara de madera, el pedido que acaba de levantar de la mesa tres y se va por un momento al patio, a acariciar con la misma mano con que cocina y sirve a ese par de perros tan mansos que da gusto verlos saciados de amor y a la vez pidiendo más, echados de panza en sobre el piso de baldosas, diciendo basta ya de cosquillas, más, más cosquillas para dar celos al loro, maldito loro que aprende lo que debe (¿quién es el campeón?) y lo que no (la carraspera de Beba, corregida y aumentada).

Pobre Tito a los pies de la cama de Beba enferma, pobres las amigas, buenas compañeras que le acercan a su cama el brindis de navidad que Beba mira con ganas de y quién podría objetarle que por un momento se incorpore, tome la botella de sidra y se sirva un trago generoso en la taza que todavía guarda un culito del té que recién tomó, y brinde a la salud de todos. Total que ya no queda hilo en el carretel y qué es lo que te llevás del otro lado, quién sabe sino la voz de un loro que hace meses que teje con hebras de silencio el duelo que Tito desea y no puede.

dos pesos

Los billetes de dos pesos son azules y llevan la cara de Bartolomé Mitre, mejor presidente que traductor.
Son una invención reciente.
Cuando yo era chico había billetes de uno, de cinco, de diez, de cincuenta, de quinientos o de mil, pero nunca de dos, de veinte, de doscientos.
En realidad, cuando yo era chico los billetes tenían muchos más ceros y su rasgo distintivo, además de su denominación, claro está, era su color: todos tenían la cara de San Martín, el prócer mayor, sólo que se lo representaba por su imagen de los últimos años, viejo, canoso y enfermo, en un remoto lugar llamado Bulougne-Sur-Mer.
Sin embargo, cada tanto el gobierno le arrancaba tres o cuatro ceros a la moneda y mi madre y mi padre y muchos como ellos seguían por un buen tiempo hablando en millones de pesos aunque nada más se tratase de ponderar a cuánto se había ido el precio de la bolsa de harina o el kilo de azúcar.
Desde que yo tengo de uso de razón siempre oí eso de que acá ya no se puede vivir más, decía mi viejo. Desde que yo tengo uso de razón oí eso de que acá ya no se puede vivir más, podría decir yo y sin embargo me lo callo. ¿Por qué? Porque sí, porque vivir lo que se dice vivir, hace rato que lo hacemos mal y no me refiero a los lujos improbables como comer un buen asado todos los fines de semana o visitar una vez cada dos o tres años a esa parentela que tenemos dispersa aquí y allá.
¿Cómo serán ellos?
Una vez charlé con una prima por teléfono. Me resultó un ser absolutamente extraño. Quiero decir: acaso sin pretenderlo, ponía en tela de juicio algunas cuestiones elementales. ¿Ustedes también usan esta plata? Sí, parece mentira, pero sí, la misma plata, y poco a poco la entendí. Crecimos separados. Ella en su fábula, yo en la mía, y en la suya andarán los cordobeses y los santiagueños.
Papá volvió a su pueblo. Hace poco y después de muchos años.
Cuenta, y creo que no exagera, que en la casa que lo hospedaban tenía cincuenta mujeres alrededor. Primas, sobrinas, sobrinas nietas, amigas, hijas de amigas, allegadas, curiosas.
Pero me dio un poco de miedo que pudiera darse ese gusto. A su edad un viaje semejante tiene el sabor de la despedida. Por más que lo celebrase y a todo el mundo le diera esos detalles que uno se trae en la valija a la vuelta de un viaje, yo sé que a nadie le gusta ver la carne treinta años más vieja de esos que supimos amar.
Porque en algún punto somos como este billete de dos pesos que tengo en la mano. Alguna vez fue la llave para muchas puertas y ahora está bastante ajado y con un ridículo número 73 escrito con birome, como si alguna vez hubiese estado en un montoncito con otros 72 iguales a él, y tal vez sólo allí, en patota, hubiese cobrado alguna importancia, pero aquí, en mi mano, doblado en dos en mi billetera o enrollado con la llave y el encendedor en mi bolsillo, tiene la mala espina que llevan consigo los pobres: esos “yo no” que se hacen “tal vez nosotros” si, por una vez, nos juntamos.

king size

Yo quería un amor king size aunque la cama de una plaza no fuera lo confortable que se supone que debe ser el lecho del amor. A ella un poco le asustó esa idea, sin embargo cuando desempacó sus cosas y me echó las manos sobre los hombros supe que era la mujer más bella que podía depararme la vida. Abrió levemente la boca, como si supiera de otra vida que me enloquece la perfección de los dientes y dijo ya estamos acá, pensaste que no me atrevería, nene, sí, ha de ser eso lo que te ha dejado la piel de gallina y temblando y acto seguido nos embarcamos en un naufragio, qué otra cosa podía esperarse de mí. Voy donde me lleves, ese es el lugar en el que quiero estar, cartas escritas a medias, fideos comidos de un mismo plato, poca frazada para tanto invierno y más abrazos, todo lo demás puro artificio para recordarme culpable de todo cuanto me rodea.
Como si en su maleta trajese una caterva de ángeles pronto cambió el color de las paredes, el aroma a la hora del almuerzo, el sabor del mate, la hora de ir a la cama, de verdad que existía otro modo de vivir, algo distinto de ser mercenario de una causa injusta. Más valía dejar que los vientos barriesen la pelusa de mi ombligo, que la barba creciera para punzar una piel ajena, dejar a un costado mi nombre, el que usé toda la vida, para hacerme llamar como una bruja de la calle Cabot le había predicho.
En aquella vida mía siempre fue feriado. El sol me retuvo en la cama menos de la cuenta, lo mejor siempre estuvo por venir pero yo estaba ausente, sospechando que estaba tomando algo que no era mío, evaluando la posibilidad de que todo fuese una broma del destino, otra más, y articulando el plan para desanudar las ligazones que me retenían.
Éramos muy distintos, qué esperanza. Sin saberlo acudíamos a una cita a la que nuestros padres habían rehusado, en realidad fui yo el que nunca supo eso y acabo de enterarme,
Me río de mí mismo. Es preferible abrazarse a los errores, hacerse fiel amigo de ellos y dejarse conducir por esa corriente aunque el precipicio se asome a nosotros.
Maldigo mis vacilaciones invernales, mi desconfianza, mi arte de darme de cuenta de las verdades cuando de los leños no quedan ni las cenizas.

cazador de pepitas

Mandó al buche el flexicamin que lo arrancaba de las tenazas que solían apretarle las sienes a esa hora del día. Era conveniente bajar las dosis. Eso según el consejo del médico que no estaba contento con la creciente adicción. Pero qué podía saber él, un simple docto en colocar inyecciones, acerca del estado asambleario que hay en la cabeza de un tipo de mediana edad, medianas ansias, medianos problemas.
Igual, lo peor ya había sido aunque quedaba aun un resto incómodo: ver al abogado por la sucesión del viejo. Para el boga sería una ganga, para los hermanos una garantía de que la escisión no produciría dolor.
-No, hermano, ya no estoy agarrando más trabajo y me estoy sacando de encima lo que me ha quedado pendiente.
-Bueno, quién te entiende, este es un laburito sencillo que te puede dar un rédito jugoso.
-Ya lo sé, pero va a durar un añito y pico y yo en seis meses dejo la profesión.
-No me digas, ¿te cansaste? No conozco a ningún cuervo que se haya retirado salvo con los pies para adelante, claro, pero mirá la edad que tenés...
Miró el reloj de pared y decidió cortar por lo sano y largar la verdad como una cascada.
-Te resultará extraño pero los Figueroa, salteños como somos, nos agarramos de ciertas tradiciones que no tienen mucho que ver con la lógica de la gente de fines del siglo xx y a esas tradiciones las defendemos a capa y espada. Algunas son nimias, por ejemplo todos nos llamamos Augusto, pero hay una que es verdaderamente grave. Al cumplir los 50 años, suponemos haber llegado a la mitad de la vida, entonces dejamos todo lo que estamos haciendo para ir a buscar oro. Yo no necesito guita ni prestigio ni nada así que me las tomo con el mayor de los gustos.
Entender que cada vez hay menos pepitas de oro en la entraña de la madre se parecía demasiado a sentir la opresión en las sienes. A veces la cefalea es la gastada metáfora que cobija estas pobres continuidades que de a ratos son contigüidades.