cazador de pepitas

Mandó al buche el flexicamin que lo arrancaba de las tenazas que solían apretarle las sienes a esa hora del día. Era conveniente bajar las dosis. Eso según el consejo del médico que no estaba contento con la creciente adicción. Pero qué podía saber él, un simple docto en colocar inyecciones, acerca del estado asambleario que hay en la cabeza de un tipo de mediana edad, medianas ansias, medianos problemas.
Igual, lo peor ya había sido aunque quedaba aun un resto incómodo: ver al abogado por la sucesión del viejo. Para el boga sería una ganga, para los hermanos una garantía de que la escisión no produciría dolor.
-No, hermano, ya no estoy agarrando más trabajo y me estoy sacando de encima lo que me ha quedado pendiente.
-Bueno, quién te entiende, este es un laburito sencillo que te puede dar un rédito jugoso.
-Ya lo sé, pero va a durar un añito y pico y yo en seis meses dejo la profesión.
-No me digas, ¿te cansaste? No conozco a ningún cuervo que se haya retirado salvo con los pies para adelante, claro, pero mirá la edad que tenés...
Miró el reloj de pared y decidió cortar por lo sano y largar la verdad como una cascada.
-Te resultará extraño pero los Figueroa, salteños como somos, nos agarramos de ciertas tradiciones que no tienen mucho que ver con la lógica de la gente de fines del siglo xx y a esas tradiciones las defendemos a capa y espada. Algunas son nimias, por ejemplo todos nos llamamos Augusto, pero hay una que es verdaderamente grave. Al cumplir los 50 años, suponemos haber llegado a la mitad de la vida, entonces dejamos todo lo que estamos haciendo para ir a buscar oro. Yo no necesito guita ni prestigio ni nada así que me las tomo con el mayor de los gustos.
Entender que cada vez hay menos pepitas de oro en la entraña de la madre se parecía demasiado a sentir la opresión en las sienes. A veces la cefalea es la gastada metáfora que cobija estas pobres continuidades que de a ratos son contigüidades.