dos pesos

Los billetes de dos pesos son azules y llevan la cara de Bartolomé Mitre, mejor presidente que traductor.
Son una invención reciente.
Cuando yo era chico había billetes de uno, de cinco, de diez, de cincuenta, de quinientos o de mil, pero nunca de dos, de veinte, de doscientos.
En realidad, cuando yo era chico los billetes tenían muchos más ceros y su rasgo distintivo, además de su denominación, claro está, era su color: todos tenían la cara de San Martín, el prócer mayor, sólo que se lo representaba por su imagen de los últimos años, viejo, canoso y enfermo, en un remoto lugar llamado Bulougne-Sur-Mer.
Sin embargo, cada tanto el gobierno le arrancaba tres o cuatro ceros a la moneda y mi madre y mi padre y muchos como ellos seguían por un buen tiempo hablando en millones de pesos aunque nada más se tratase de ponderar a cuánto se había ido el precio de la bolsa de harina o el kilo de azúcar.
Desde que yo tengo de uso de razón siempre oí eso de que acá ya no se puede vivir más, decía mi viejo. Desde que yo tengo uso de razón oí eso de que acá ya no se puede vivir más, podría decir yo y sin embargo me lo callo. ¿Por qué? Porque sí, porque vivir lo que se dice vivir, hace rato que lo hacemos mal y no me refiero a los lujos improbables como comer un buen asado todos los fines de semana o visitar una vez cada dos o tres años a esa parentela que tenemos dispersa aquí y allá.
¿Cómo serán ellos?
Una vez charlé con una prima por teléfono. Me resultó un ser absolutamente extraño. Quiero decir: acaso sin pretenderlo, ponía en tela de juicio algunas cuestiones elementales. ¿Ustedes también usan esta plata? Sí, parece mentira, pero sí, la misma plata, y poco a poco la entendí. Crecimos separados. Ella en su fábula, yo en la mía, y en la suya andarán los cordobeses y los santiagueños.
Papá volvió a su pueblo. Hace poco y después de muchos años.
Cuenta, y creo que no exagera, que en la casa que lo hospedaban tenía cincuenta mujeres alrededor. Primas, sobrinas, sobrinas nietas, amigas, hijas de amigas, allegadas, curiosas.
Pero me dio un poco de miedo que pudiera darse ese gusto. A su edad un viaje semejante tiene el sabor de la despedida. Por más que lo celebrase y a todo el mundo le diera esos detalles que uno se trae en la valija a la vuelta de un viaje, yo sé que a nadie le gusta ver la carne treinta años más vieja de esos que supimos amar.
Porque en algún punto somos como este billete de dos pesos que tengo en la mano. Alguna vez fue la llave para muchas puertas y ahora está bastante ajado y con un ridículo número 73 escrito con birome, como si alguna vez hubiese estado en un montoncito con otros 72 iguales a él, y tal vez sólo allí, en patota, hubiese cobrado alguna importancia, pero aquí, en mi mano, doblado en dos en mi billetera o enrollado con la llave y el encendedor en mi bolsillo, tiene la mala espina que llevan consigo los pobres: esos “yo no” que se hacen “tal vez nosotros” si, por una vez, nos juntamos.